Ningún padre quiere ver a su hijo sufrir. Cuando un niño se frustra, llora, grita o se muestra agresivo, es común que los adultos se sientan desbordados, culpables o tentados a resolver el problema de inmediato. Sin embargo, la frustración es una emoción necesaria y saludable, que forma parte del crecimiento emocional.
Acompañar a tu hijo en esos momentos no significa evitar que se frustre, sino enseñarle a transitar esa emoción sin sentirse solo, culpable ni desbordado. En este artículo aprenderás cómo contenerlo, ayudarlo a regularse y transformar esas situaciones difíciles en oportunidades de aprendizaje.
Qué es la frustración y por qué es importante sentirla
La frustración aparece cuando algo que deseamos no sucede como esperábamos. En la infancia, esto puede surgir por cosas aparentemente simples: no poder armar un rompecabezas, perder un juego, que otro niño no quiera jugar, que mamá diga “no”.
Aunque desde la mirada adulta estas situaciones pueden parecer pequeñas, para un niño son experiencias muy reales y profundas. Su sistema emocional todavía está en formación, y no tiene herramientas para gestionar la decepción o la espera sin apoyo.
Aprender a tolerar la frustración es clave para:
Desarrollar resiliencia
Aceptar los límites y normas
Fortalecer la autoestima
Persistir frente a los desafíos
Relacionarse con los demás de forma respetuosa
La frustración no es el problema, sino cómo se acompaña
Muchas veces, ante una rabieta o un llanto intenso, los adultos responden con enojo o minimización: “Eso no es para tanto”, “Dejá de llorar”, “Tenés que aguantar”.
Otras veces, resuelven rápidamente lo que causó la frustración para “evitar el drama”: hacen el rompecabezas por el niño, lo dejan ganar siempre, le dan lo que pidió para que no llore.
Ambas respuestas, aunque comprensibles, no ayudan al desarrollo emocional. Minimizar invalida la emoción. Resolver todo impide aprender. Lo que el niño necesita no es que le quiten la frustración, sino que lo acompañen a transitarla con seguridad.
Tu calma es su referencia
Cuando un niño está frustrado, su sistema nervioso se activa. Llora, patalea, grita. No está “portándose mal”. Está pidiendo ayuda, aunque no sepa cómo hacerlo.
Si tú también te alteras, gritas o castigas, lo que haces es reforzar su desborde. En cambio, si mantienes la calma, le estás mostrando que hay otra forma de responder.
Respirar profundo, hablar con voz suave, ponerte a su altura, esperar en silencio… todo eso le transmite: “estás seguro, esto va a pasar, no estás solo”.
No se trata de evitar el conflicto, sino de convertirte en un ancla cuando las emociones lo sacuden.
Validar sin ceder
Acompañar no significa que debas acceder a todo lo que el niño pide. El límite sigue estando, pero se sostiene con empatía.
Por ejemplo: si tu hijo quiere más dulces y tú dices que no, es probable que se frustre. Puedes decir: “Sé que querías más, y entiendo que estés enojado. Pero por hoy es suficiente”.
Así, le muestras que sus emociones son válidas, aunque la decisión no cambie. Esta combinación de límite claro + validación emocional es la base de la crianza respetuosa.
Ayudar a poner en palabras lo que siente
Los niños pequeños no saben expresar lo que sienten con claridad. Muchas veces, su frustración se manifiesta en forma de berrinche, llanto, silencio o incluso agresión. Puedes ayudarlos ofreciéndoles lenguaje emocional:
Parece que te sentiste muy enojado porque no pudiste hacerlo
Te frustra mucho cuando las cosas no salen como querías
Estás triste porque querías seguir jugando
Nombrar lo que pasa por dentro no solo ayuda a calmar, sino que le enseña a reconocer y expresar sus emociones de forma más saludable.
Ofrecer recursos de autorregulación
Una vez que el niño se sienta acompañado y contenido, puedes enseñarle herramientas concretas para calmarse. Algunas ideas:
Respirar juntos profundamente
Contar hasta cinco o diez
Ir a un “rincón de la calma” con cojines, libros o peluches
Dibujar lo que siente
Hacer una pausa y tomar agua
Lo importante es que estas herramientas se presenten como ayudas, no como castigos. “Vamos a respirar juntos para que te sientas mejor”, no “si no te calmas, te vas al rincón”.
Evitar frases que bloquean la emoción
En momentos de frustración, muchas veces salen frases automáticas que en realidad no ayudan. Algunas de ellas son:
No llores, ya está
Eso no es para tanto
Qué exagerado
Otra vez con lo mismo
Estas expresiones, aunque comunes, invalidan y no enseñan. En lugar de eso, intenta usar frases que acompañen sin juzgar:
Estoy aquí si necesitas un abrazo
Podés llorar si lo necesitás
Vamos a encontrar una forma de resolver esto
A veces las cosas no salen como queremos, y eso duele
Dar espacio si lo necesita
Hay niños que necesitan contacto físico en medio de la frustración. Otros, en cambio, prefieren estar solos un rato antes de volver a conectarse. Ambas reacciones son válidas.
Puedes preguntar: ¿Querés que me quede cerca o preferís estar solo un ratito? ¿Querés un abrazo?
El solo hecho de dar la opción ya transmite respeto. Acompañar no es invadir, es estar disponible.
Reflexionar después del momento
Cuando la tormenta emocional pasa, llega el momento ideal para hablar con calma. No durante el llanto, sino después. Puedes decir:
¿Querés contarme qué te pasó?
¿Qué podríamos hacer la próxima vez?
¿Qué te ayudó a sentirte mejor?
Estas conversaciones ayudan al niño a integrar lo vivido, entenderse mejor y prepararse para manejarlo diferente en el futuro.
Ser ejemplo también en tu propia frustración
Los niños aprenden mucho observando cómo reaccionas tú cuando algo no sale como querías. Si gritas, insultas o golpeas cosas, aprenderán que eso es válido. Si respiras, te tomas un momento o nombras lo que sentís, estarán viendo una forma más saludable de gestionar la frustración.
Puedes verbalizarlo: “Me frustra mucho cuando algo no sale como quería, pero estoy respirando para calmarme”, “Estoy enojado, voy a caminar un poco antes de hablar”.
No se trata de no frustrarte, sino de mostrarles que hay otra forma de transitarlo.
Conclusión: frustrarse también es crecer
Acompañar la frustración de un hijo es una de las tareas más desafiantes de la crianza. Pero también es una de las más valiosas. Cada vez que lo ayudas a calmarse sin reprimir, que validas sin ceder, que respiras en vez de gritar, estás sembrando una semilla de inteligencia emocional.
Un niño que aprende a tolerar la frustración será un adulto más resiliente, más paciente, más empático. Porque sabrá que está bien sentir, que no necesita tener el control de todo, y que siempre hay alguien que lo acompaña, incluso cuando las cosas no salen como esperaba.
Y eso, más que una técnica, es un acto de amor profundo.